Nunca imaginé que la niña que jugaba a las muñecas, frente a mi casa, acabaría siendo la “mentora” mayor de uno de los mejores peloteros que ha dado Ciego de Ávila: Mario Vega. Su fanática más grande cuando, durante 20 años, en las buenas y en las malas, lo ha acompañado al terreno para transmitirle su buena vibra y adivinar la jugada que va a hacer el hombre que, un día, salió de sus entrañas.
Dinorah Rodríguez Corrales esta vez lloró porque no pudo estar en el estadio al coronarse los Tigres campeones del play-off, convaleciente luego de un proceso operatorio que no le impidió dirigir el juego desde su cama frente al televisor, tocar tambor en el espaldar cuando impulsaban alguna carrera y levantarse, a como pudo, para devolver el gesto a las multitudinarias congas que hasta allí llegaron, para agradecerle haber traído al mundo a un tigre de la garra de Mayito.
Por eso, mientras yo le pitcheaba mis preguntas, el rojo de la flor en su pelo y el de las de su bata de casa iba subiendo de color como si estuviéramos en el extraining del último juego. Así supe que sus celos de muchacha enamorada desaparecieron desde el mismo instante en que quedó embarazada; de los robos de base que hacía el pelotero desde su propio vientre y el jonrón que ella metió el 8 de junio de 1975, cuando trajo al mundo a uno de los mejores camareros que ha tenido el béisbol cubano. Durante el embarazo había jugado ella voleibol al punto de caerse, un día, con su panzota y alarmar a su marido. “Pero no pasó nada y yo sabía que traía a un campeón. Su primer regalo, sobre la cuna, fue una pelota de béisbol y luego no jugó a otra cosa que al “corchito” hasta que llegó a las series juveniles.
“Fue un niño muy inquieto desde el mismo día en que saltó la baranda de su cuna y se fue a saltar a la cama de nosotros. Yo era una madre muy sobreprotectora y lo acompañaba a todas partes, al punto de que las cosas de la casa se hacían cuando había tiempo. La única vez que lo he visto gritar y no de dolor, sino de impotencia, fue cuando con 16 años se fracturó la tibia y el peroné y un médico de Jatibonico le dijo que se olvidara, que no iba a poder jugar más. Pero pudo seguir su carrera ¡y mira el tigre que ahora tengo!”, dice, y el orgullo, también, se tiñe de rojo.
“Cuando anoche se lanzó sobre primera base dañándose la rodilla mi corazón de madre también cayó sobre el terreno. No podía ser posible que a un pasito de la victoria nos sucediera eso. Pero gracias a Dios no fue más que un susto y pude verle, después, trepado en lo más alto del trencito saludando al pueblo.
“Yo sabía que el juego no estaba perdido cuando empató Industriales en los finales. ¡Tenía una seguridad tan grande en mi corazón que íbamos a ganar! Inclusive, le dije a Mario que el juego se definía frente a la tanda baja de Industriales y que el triunfo venía con Lisdey o Bordón. Y así mismo fue. Por eso, con el último batazo, mi corazón se metió en lo más profundo del terreno junto con la pelota.
“¿Cuando se retire? No quiero ni pensarlo. Pero nos quedará la satisfacción, tanto a él como a mí, de haber jugado bien el juego de la vida. La vida es para mí redonda como una pelota de béisbol, porque he tenido a mi lado el esposo maravilloso con el que siempre soñé, los buenos hijos que adornan a cualquier madre para hacerla hermosa y una nieta que crece. Yoel, el menor, que pudo ser pelotero de garra y decidió no seguir el camino de su hermano, ahora es un magnífico entrenador de equipos de niños. Es feliz de esa manera y yo también lo soy con él. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que soy una mujer dichosa.”
A punto de la despedida, cuando las palabras brotan como jonrones frente a la premura del tiempo, Dinorah mira la foto de Mayito siendo niño y me dice: “¡Él es mi héroe, no te quepa duda!” Y me marcho pensando que él debe habérselo dicho miles de veces. Pero ella, también, ha sido su heroína durante todos estos años, la mujer que ha impulsado, como la carrera definitoria de su existencia humana, a este servidor ambidiestro de segunda base que, luego de 20 series jugadas, se alza como campeón no solo del deporte de los cubanos, sino de los afectos de los avileños que, desde las gradas, siempre le vieron crecer.
Artículo de José Aurelio Paz y fotografía de Félix Ramos
Dinorah Rodríguez Corrales esta vez lloró porque no pudo estar en el estadio al coronarse los Tigres campeones del play-off, convaleciente luego de un proceso operatorio que no le impidió dirigir el juego desde su cama frente al televisor, tocar tambor en el espaldar cuando impulsaban alguna carrera y levantarse, a como pudo, para devolver el gesto a las multitudinarias congas que hasta allí llegaron, para agradecerle haber traído al mundo a un tigre de la garra de Mayito.
Por eso, mientras yo le pitcheaba mis preguntas, el rojo de la flor en su pelo y el de las de su bata de casa iba subiendo de color como si estuviéramos en el extraining del último juego. Así supe que sus celos de muchacha enamorada desaparecieron desde el mismo instante en que quedó embarazada; de los robos de base que hacía el pelotero desde su propio vientre y el jonrón que ella metió el 8 de junio de 1975, cuando trajo al mundo a uno de los mejores camareros que ha tenido el béisbol cubano. Durante el embarazo había jugado ella voleibol al punto de caerse, un día, con su panzota y alarmar a su marido. “Pero no pasó nada y yo sabía que traía a un campeón. Su primer regalo, sobre la cuna, fue una pelota de béisbol y luego no jugó a otra cosa que al “corchito” hasta que llegó a las series juveniles.
“Fue un niño muy inquieto desde el mismo día en que saltó la baranda de su cuna y se fue a saltar a la cama de nosotros. Yo era una madre muy sobreprotectora y lo acompañaba a todas partes, al punto de que las cosas de la casa se hacían cuando había tiempo. La única vez que lo he visto gritar y no de dolor, sino de impotencia, fue cuando con 16 años se fracturó la tibia y el peroné y un médico de Jatibonico le dijo que se olvidara, que no iba a poder jugar más. Pero pudo seguir su carrera ¡y mira el tigre que ahora tengo!”, dice, y el orgullo, también, se tiñe de rojo.
“Cuando anoche se lanzó sobre primera base dañándose la rodilla mi corazón de madre también cayó sobre el terreno. No podía ser posible que a un pasito de la victoria nos sucediera eso. Pero gracias a Dios no fue más que un susto y pude verle, después, trepado en lo más alto del trencito saludando al pueblo.
“Yo sabía que el juego no estaba perdido cuando empató Industriales en los finales. ¡Tenía una seguridad tan grande en mi corazón que íbamos a ganar! Inclusive, le dije a Mario que el juego se definía frente a la tanda baja de Industriales y que el triunfo venía con Lisdey o Bordón. Y así mismo fue. Por eso, con el último batazo, mi corazón se metió en lo más profundo del terreno junto con la pelota.
“¿Cuando se retire? No quiero ni pensarlo. Pero nos quedará la satisfacción, tanto a él como a mí, de haber jugado bien el juego de la vida. La vida es para mí redonda como una pelota de béisbol, porque he tenido a mi lado el esposo maravilloso con el que siempre soñé, los buenos hijos que adornan a cualquier madre para hacerla hermosa y una nieta que crece. Yoel, el menor, que pudo ser pelotero de garra y decidió no seguir el camino de su hermano, ahora es un magnífico entrenador de equipos de niños. Es feliz de esa manera y yo también lo soy con él. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que soy una mujer dichosa.”
A punto de la despedida, cuando las palabras brotan como jonrones frente a la premura del tiempo, Dinorah mira la foto de Mayito siendo niño y me dice: “¡Él es mi héroe, no te quepa duda!” Y me marcho pensando que él debe habérselo dicho miles de veces. Pero ella, también, ha sido su heroína durante todos estos años, la mujer que ha impulsado, como la carrera definitoria de su existencia humana, a este servidor ambidiestro de segunda base que, luego de 20 series jugadas, se alza como campeón no solo del deporte de los cubanos, sino de los afectos de los avileños que, desde las gradas, siempre le vieron crecer.
Artículo de José Aurelio Paz y fotografía de Félix Ramos