Ismael Sené es la auténtica biblia beisbolera que cualquier romántico del deporte de las bolas y los strikes quisiera tener siempre a mano, porque en su mente están grabados, con lujo de detalles, los sucesos más insospechados de la historia de nuestro pasatiempo nacional.
Hace poco más de un año, en una distendida conversación, Sené me confesó que uno de los momentos de mayor incertidumbre del béisbol cubano se vivió en 1962, previo a la inauguración de las series nacionales. «El día antes, nadie sabía cuántas personas iban a ir al estadio», me dijo casi en tono solemne, dejando todo en suspenso.
«¿Serían 300? ¿200 000? A ciencia cierta, de verdad que no había pistas. Pero el 14 de enero el pueblo respondió con más de 20 000 aficionados en el estadio, y entonces se empezó a propagar ese ambiente por todo el país. Se empezaron a llenar los estadios».
Justo esa última sentencia del veterano historiador la he tenido muy presente, pues luego de aquel punto de partida los estadios no se han vaciado durante casi seis décadas, en las que los seguidores nunca han dado la espalda a los diamantes ni en los momentos más críticos de la pelota en el archipiélago.
«A full», sin espacios en los pasillos, con esquinas calientes en miles de arterias, en medio de alegrías por magníficos triunfos, en medio de decepciones por las más dolorosas derrotas, la pelota ha marcado la unidad del cubano, que añora el juego cuando llegamos a la temporada muerta.
No importa la diversidad de criterios o la diferencia de colores, de Oriente a Occidente no se ha dejado de palpitar con ponches, jonrones y fildeos legendarios, de esos que levantan la grada y enardecen el ritmo ensordecedor de las congas.
Al béisbol no le ha faltado el apoyo del respetable, fiel y presente en los estadios en todas las épocas. Acaso no recordamos las épicas batallas que se desataron con los duelos de Manuel Alarcón y Manuel Hurtado en los años 60.
Acaso no recordamos la efervescencia por los dos cero jit cero carreras consecutivos de Aquino Abreu. Acaso no recordamos el mar de pueblo que desató el jonrón de Marquetti en el 86 o el batazo de Enriquito Díaz en el 2003. Acaso no recordamos la furia de los santiagueros con su Aplanadora, o el magnetismo naranja de Villa Clara, o la exquisitez de los Vegueros con sus pitchers de otra galaxia, o la alegría de los Cachorros holguineros en su inolvidable campeonato del 2002.
Esos son solo puntos de muestra del alcance del pasatiempo nacional, que todavía en estos tiempos se mantiene respirando, en el corazón de la gente, a pesar de carencias, migraciones, fallas organizativas y una baja cualitativa innegable, contra la cual se lucha en distintos frentes.
Quizá el ejemplo más claro lo encontramos ahora mismo, cuando vivimos la primera final oriental de la historia, justo en uno de los momentos con más deficiente nivel técnico y táctico de nuestros peloteros.
Sin que eso importe, la caballería de los Alazanes granmenses o la marea verdirroja de los Leñadores tuneros marcha detrás de sus jugadores, de sus ídolos de carne y hueso, los principales responsables de que los estadios en Cuba nunca se hayan vaciado.
La fiesta que se vive en las gradas de un estadio es una de las más genuinas manifestaciones de cubanía.
Hace poco más de un año, en una distendida conversación, Sené me confesó que uno de los momentos de mayor incertidumbre del béisbol cubano se vivió en 1962, previo a la inauguración de las series nacionales. «El día antes, nadie sabía cuántas personas iban a ir al estadio», me dijo casi en tono solemne, dejando todo en suspenso.
«¿Serían 300? ¿200 000? A ciencia cierta, de verdad que no había pistas. Pero el 14 de enero el pueblo respondió con más de 20 000 aficionados en el estadio, y entonces se empezó a propagar ese ambiente por todo el país. Se empezaron a llenar los estadios».
Justo esa última sentencia del veterano historiador la he tenido muy presente, pues luego de aquel punto de partida los estadios no se han vaciado durante casi seis décadas, en las que los seguidores nunca han dado la espalda a los diamantes ni en los momentos más críticos de la pelota en el archipiélago.
«A full», sin espacios en los pasillos, con esquinas calientes en miles de arterias, en medio de alegrías por magníficos triunfos, en medio de decepciones por las más dolorosas derrotas, la pelota ha marcado la unidad del cubano, que añora el juego cuando llegamos a la temporada muerta.
No importa la diversidad de criterios o la diferencia de colores, de Oriente a Occidente no se ha dejado de palpitar con ponches, jonrones y fildeos legendarios, de esos que levantan la grada y enardecen el ritmo ensordecedor de las congas.
Al béisbol no le ha faltado el apoyo del respetable, fiel y presente en los estadios en todas las épocas. Acaso no recordamos las épicas batallas que se desataron con los duelos de Manuel Alarcón y Manuel Hurtado en los años 60.
Acaso no recordamos la efervescencia por los dos cero jit cero carreras consecutivos de Aquino Abreu. Acaso no recordamos el mar de pueblo que desató el jonrón de Marquetti en el 86 o el batazo de Enriquito Díaz en el 2003. Acaso no recordamos la furia de los santiagueros con su Aplanadora, o el magnetismo naranja de Villa Clara, o la exquisitez de los Vegueros con sus pitchers de otra galaxia, o la alegría de los Cachorros holguineros en su inolvidable campeonato del 2002.
Esos son solo puntos de muestra del alcance del pasatiempo nacional, que todavía en estos tiempos se mantiene respirando, en el corazón de la gente, a pesar de carencias, migraciones, fallas organizativas y una baja cualitativa innegable, contra la cual se lucha en distintos frentes.
Quizá el ejemplo más claro lo encontramos ahora mismo, cuando vivimos la primera final oriental de la historia, justo en uno de los momentos con más deficiente nivel técnico y táctico de nuestros peloteros.
Sin que eso importe, la caballería de los Alazanes granmenses o la marea verdirroja de los Leñadores tuneros marcha detrás de sus jugadores, de sus ídolos de carne y hueso, los principales responsables de que los estadios en Cuba nunca se hayan vaciado.
La fiesta que se vive en las gradas de un estadio es una de las más genuinas manifestaciones de cubanía.