¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?
El que niegue que Víctor Mesa ha sido el centerfielder más grande de las Series Nacionales, sería capaz de todo. Su ignorancia, su animadversión o las dos cosas, podrían llevarlo a cuestionar la grandeza de Paul Gascoigne, el legado de Charles Barkley o –para entrar en materia- el garbo del memorable Javier Méndez.
Yo crecí viéndolos a ambos. Eran insuperables, cada cual en lo suyo, aunque al final sus caminos desembocaban en el arte instintivo y hermético del béisbol. Allí, sobre el diamante, Víctor se transformaba en Van Gogh, el genio loco, y Javier alcanzaba la elegante blancura de un paño del viejo Zurbarán.
Voy a decirlo por enésima vez, y que me maten: el tercero en la fila, después de Omar Linares y Luis Giraldo Casanova, es Víctor Mesa. Un hombre que cuando estaba en el terreno, cada día cambiaba el argumento de la historia.
Por ejemplo, podía llegar a alguna base y enloquecer literalmente al pitcher, que se iba de juego y llegaba a cometer el grosero disparate del balk. O salir para home, embalado y triunfal, como le hizo a Ángel Leocadio Díaz delante de mis ojos, que lloraron con la rabiosa contención del niño que yo fui. O ir en busca de un fly y decirle que no a esa pelota, que no podía salirse del estadio porque él iba a saltar junto a la cerca, la atraparía y luego quedaría oscilando sobre el límite del parque como un demonio acróbata.
Jamás voy a olvidarlo. Cuando el zurdo Omar Ajete –rectas de humo, curvas de Kim Kardashian- estaba en su esplendor, el “32” le montó un espectáculo que incluyó varios rezos antes de consumir su turno al bate. Después le dio jonrón, corrió la vuelta al cuadro dando gritos y saltos y más gritos –Van Gogh en Saint-Rémy-, y entendí que los tipos diferentes suelen dar emociones superiores.
(Dicho esto, aprovecho para aclarar que odio las latas de sopa de Andy Warhol, los uniformes escolares y todo lo que pretende hacernos ver idénticos los unos a los otros).
Capaz de un homenaje y un entierro, apto para pegar casi 300 jonrones y estafar unas 600 bases, de tirarse en home plate a una altura demencial y poner un desplante encima de otro, VM es un tipo de pelotero irrepetible. Ya lo escribí una vez: “Juego a juego y nostalgia tras nostalgia, he entendido que la esencia del deporte se parece demasiado a Víctor Mesa. Y que en algún idioma de este mundo —no sé en cuál— su nombre debe ser traducido como béisbol”.
Javier era su némesis. No solo porque jugaba en Industriales, que es el archirrival de demasiados, sino porque también tenía un modo particular de hacer las cosas. Aunque eso sí, podía ser muy él, pero sabía ser de todos. Para mí, el “17” ha sido el modelo a seguir (¡urbi et orbi!) por todo el que se empeñe en ser querido por la grada. Nadie lo odió en Santiago; nadie, en Pinar o Villa Clara.
Sus guantazos marcaron un antes y un después en materia de suspense, drama y delirio. La gente iba al Latino para ver cómo se posicionaba debajo del batazo (daba igual si había siete contrarios en las bases) y entonces abanicaba con su eterno, infalible jabuco que engullía la pelota mientras la bulla transportaba al Cerro hasta Mazorra.
Fuera de ese episodio aventurero –acaso su único vínculo con los excesos-, Javier Méndez escribía su pelota con trazos pausados. Cero aspavientos, nada de alharaca. No tenía interés por ser el foco, y a ratos dio la sensación de que hubiera preferido ser un héroe anónimo, invisible para esas multitudes tropicales que tan poco entroncaban con su carácter de apacible ciudadano de Estocolmo.
Pero eso era imposible. No podía pasar inadvertido un jugador con average de .327 en 22 campañas. Una estrella de más de dos mil hits y .440 de porcentaje de embasado. Un símbolo crucial de ese club de ropa añil, biografía fulgurante y lúgubre presente.
MI VOTO: Ambos podrían decir, como Sinatra, “I did it my way”. Sin embargo, a pesar de mi (hoy caduca) pasión industrialista, siempre le vi algo especial a Víctor. No sé muy bien. Quizás un toque de locura y distinción. O acaso fuera imán. Sangre, tal vez.
El que niegue que Víctor Mesa ha sido el centerfielder más grande de las Series Nacionales, sería capaz de todo. Su ignorancia, su animadversión o las dos cosas, podrían llevarlo a cuestionar la grandeza de Paul Gascoigne, el legado de Charles Barkley o –para entrar en materia- el garbo del memorable Javier Méndez.
Yo crecí viéndolos a ambos. Eran insuperables, cada cual en lo suyo, aunque al final sus caminos desembocaban en el arte instintivo y hermético del béisbol. Allí, sobre el diamante, Víctor se transformaba en Van Gogh, el genio loco, y Javier alcanzaba la elegante blancura de un paño del viejo Zurbarán.
Voy a decirlo por enésima vez, y que me maten: el tercero en la fila, después de Omar Linares y Luis Giraldo Casanova, es Víctor Mesa. Un hombre que cuando estaba en el terreno, cada día cambiaba el argumento de la historia.
Por ejemplo, podía llegar a alguna base y enloquecer literalmente al pitcher, que se iba de juego y llegaba a cometer el grosero disparate del balk. O salir para home, embalado y triunfal, como le hizo a Ángel Leocadio Díaz delante de mis ojos, que lloraron con la rabiosa contención del niño que yo fui. O ir en busca de un fly y decirle que no a esa pelota, que no podía salirse del estadio porque él iba a saltar junto a la cerca, la atraparía y luego quedaría oscilando sobre el límite del parque como un demonio acróbata.
Jamás voy a olvidarlo. Cuando el zurdo Omar Ajete –rectas de humo, curvas de Kim Kardashian- estaba en su esplendor, el “32” le montó un espectáculo que incluyó varios rezos antes de consumir su turno al bate. Después le dio jonrón, corrió la vuelta al cuadro dando gritos y saltos y más gritos –Van Gogh en Saint-Rémy-, y entendí que los tipos diferentes suelen dar emociones superiores.
(Dicho esto, aprovecho para aclarar que odio las latas de sopa de Andy Warhol, los uniformes escolares y todo lo que pretende hacernos ver idénticos los unos a los otros).
Capaz de un homenaje y un entierro, apto para pegar casi 300 jonrones y estafar unas 600 bases, de tirarse en home plate a una altura demencial y poner un desplante encima de otro, VM es un tipo de pelotero irrepetible. Ya lo escribí una vez: “Juego a juego y nostalgia tras nostalgia, he entendido que la esencia del deporte se parece demasiado a Víctor Mesa. Y que en algún idioma de este mundo —no sé en cuál— su nombre debe ser traducido como béisbol”.
Javier era su némesis. No solo porque jugaba en Industriales, que es el archirrival de demasiados, sino porque también tenía un modo particular de hacer las cosas. Aunque eso sí, podía ser muy él, pero sabía ser de todos. Para mí, el “17” ha sido el modelo a seguir (¡urbi et orbi!) por todo el que se empeñe en ser querido por la grada. Nadie lo odió en Santiago; nadie, en Pinar o Villa Clara.
Sus guantazos marcaron un antes y un después en materia de suspense, drama y delirio. La gente iba al Latino para ver cómo se posicionaba debajo del batazo (daba igual si había siete contrarios en las bases) y entonces abanicaba con su eterno, infalible jabuco que engullía la pelota mientras la bulla transportaba al Cerro hasta Mazorra.
Fuera de ese episodio aventurero –acaso su único vínculo con los excesos-, Javier Méndez escribía su pelota con trazos pausados. Cero aspavientos, nada de alharaca. No tenía interés por ser el foco, y a ratos dio la sensación de que hubiera preferido ser un héroe anónimo, invisible para esas multitudes tropicales que tan poco entroncaban con su carácter de apacible ciudadano de Estocolmo.
Pero eso era imposible. No podía pasar inadvertido un jugador con average de .327 en 22 campañas. Una estrella de más de dos mil hits y .440 de porcentaje de embasado. Un símbolo crucial de ese club de ropa añil, biografía fulgurante y lúgubre presente.
MI VOTO: Ambos podrían decir, como Sinatra, “I did it my way”. Sin embargo, a pesar de mi (hoy caduca) pasión industrialista, siempre le vi algo especial a Víctor. No sé muy bien. Quizás un toque de locura y distinción. O acaso fuera imán. Sangre, tal vez.