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Noticias sobre el béisbol cubano

Béisbol vs fútbol en Cuba: un jonrón al minuto 90

Béisbol vs fútbol en Cuba: un jonrón al minuto 90
Quizá no exista nada mejor para pensarnos por estas latitudes que el deporte, por su carácter condicionante y constituyente. No importan idiomas, sistemas culturales o religiosos: un terreno de juego representa la génesis y confluencia de imaginarios, identidades, relatos, pasiones, símbolos, historias y mitos a través de los cuales se descubren naciones y sus habitantes.

En la mayor parte de nuestro continente es el fútbol quien enardece multitudes. “Pocas cosas ocurren, en América Latina, que no tengan alguna relación, directa o indirecta, con el fútbol –aseguraba Eduardo Galeano– Fiesta compartida o compartido naufragio, el fútbol ocupa un lugar importante en la realidad latinoamericana, a veces el más importante de los lugares”.

Formó parte indisoluble de la formación de los sentimientos de nacionalidad de varios países y persiste cual paladín en la preservación de sus identidades. En Argentina, por ejemplo, está ligado a la historia patria desde su llegada a inicios del siglo XX cuando, emergiendo desde los suburbios, instituyó su carácter popular. Lo vive en cada manifestación artística y hasta en los actos o manifestaciones callejeras sus discursos son discernibles y constantes: aliento, banderas, movimientos corporales, lógica de bandos, repudio a la policía, afiliación a los colores de un gremio o partido… Incluso en la extrapolación de la violencia, un fenómeno de primordial atención en la actualidad.

Sin embargo, la desbordada pasión antes centrada solo entre redes cambió su atención a los planos exteriores y hoy el fútbol –en Argentina, en América Latina y el mundo– pasó de un simple deporte a convertirse en un espectáculo sujeto las reglas del mercado. Mejor lo dijo Galeano: “en el mundo actual, todo lo que se mueve y todo lo que está quieto trasmite algún mensaje comercial y cada jugador de fútbol es una cartelera publicitaria en movimiento (…) Los jugadores de fútbol más famosos son productos que venden productos. En tiempos de Pelé, el jugador jugaba; y eso era todo, o casi todo. En tiempos de Maradona, ya en pleno auge de la televisión y de la publicidad masiva, las cosas habían cambiado. Maradona cobró mucho, y mucho pagó: cobró con las piernas, pagó con el alma”.

Alrededor del fútbol se teje, ahora con mayor énfasis, un amplio sistema de relaciones sociales, políticas, económicas, grupales, psicológicas y comunicacionales. Cada vez se habla menos de las habilidades de los atletas y más de sus cotizaciones: oferta, compra, venta, cesión en préstamo o valorización suelen ser los ejes temáticos de las crónicas deportivas. En sus impresiones sobre Francia 98 lo expuso Galeano: “las pantallas de televisión universal fueron invadidas y copadas por la emoción colectiva, la más colectiva de las emociones; pero también fueron vidrieras de exhibición mercantil. Hubo alzas y caídas en la bolsa de piernas”.

Vivimos en una época donde fútbol es un negocio, muchas veces negociado. El ya desaparecido historiador y filósofo argentino Ignacio Lewkowitz se acerca a una posible explicación del fenómeno a través de su tesis del agotamiento de la forma Estado–Nación en la contemporaneidad. No significa que el Estado haya perdido su poder, sino que bajo la forma oficial estaría cediendo ante los imperativos del mercado como rector de un sentido, productor de una subjetividad, capaz de clasificar, de dividir, de asignar lugares y roles, de codificar un orden y reproducirlo.

Ello supone otros cambios a escala social y por el orden económico actual mutamos de ciudadanos a consumidores, de "el pueblo" a "la gente", de la estabilidad a la fluidez. Alude, en definitiva, a la crisis de las instituciones troncales: la escuela, la familia, el trabajo, el salario, la convivencia social… Con esta brecha, de una u otra forma común en todos los países, el efecto de la futbolización suele ser más arrollador.

La realidad cubana no está ajena a tales condicionantes, pues comparte los descalabros de dichas instituciones fundamentales ante la influencia de códigos ajenos. También aquí los jóvenes enarbolan su definición de héroe con Messi y Cristiano Ronaldo y asumen la rivalidad de los clubes Barcelona y Real Madrid –reflejo del conflicto entre la ciudad industrial por excelencia y la urbe financiera, administrativa y de poder– como algo propio, cercano si se quiere.

El problema es que nuestra identidad nacional nunca se inscribió a esos 90 minutos reglamentarios. En Cuba el fútbol no prendió con la misma intensidad que en Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay… No aconteció otrora y tampoco hoy, cuando nos inyectamos esta nueva fase mercantil; pero no la hacemos fluir por nuestras venas. La prueba más fehaciente rodó con el Campeonato Nacional de la disciplina, cuya edición del centenario recién concluyó sus fechas con el habitual vacío en las gradas.

Porque como aconteciera en Argentina con el fútbol, ocurrió por estos lares en función del béisbol. Ahora no viene a tema la precisión sobre su entrada a la Isla –definitivamente a mediados del siglo XIX– ni dónde se jugó el primer encuentro –sin lugar a dudas antes de 1874, pues para entonces existían equipos en La Habana y Matanzas lo cual permitió colegiar el mítico choque en el estadio Palmar de Junco–, sino su impronta en la espiritualidad de los cubanos.

Menos de tres décadas tardó la pelota en desplazar casi cuatro siglos de presencia en Cuba de otros deportes de origen español. En un primer momento su integración se produce más por oposición que por adición, pues signó el distanciamiento de la tradición cultural con el poder de la metrópolis y no demoró en convertirse en medio para distinguir entre criollos y peninsulares, cuando tales distinciones asumían un significado político

Que el béisbol comenzara a practicarse en Cuba en los inicios de nuestras gestas independentistas resultaría providencial para su apropiación y casi inmediata expresión identitaria. No fue casual lo del primer equipo oficial, el Habana Béisbol Club, fundado, ni más ni menos, en 1868 y bajo el nombre de una ciudad cubana, sin referencia a sociedad española alguna. Tampoco la providencia construyó, en varias localidades del país, un estadio de béisbol justo al lado de una plaza de toros; y si había corridas un domingo, también ese día se organizaba un juego de pelota: “moderno, higiénico y elegante”, a diferencia del “sucio, atrasado y sanguinario” de los españoles.

Así caló en los diversos estratos sociales y se afianzó en los albores del siglo XX con la influencia del marco de relación con los Estados Unidos. “Del ámbito de los clubes aristocráticos pasó a convertirse en deporte popular y los muchachos jugaban en los solares yermos con guantes, bates y pelotas improvisados —señala Graziella Pogolotti. El sector pudiente blanco optó por las regatas y la natación y cedió el paso a negros y mulatos, devenidos pronto héroes legendarios que horadaron el valladar del color establecido en el profesionalismo norteamericano”.

En ese contexto no faltaron los intentos por fomentar la práctica del fútbol y a inicios de la centuria pasada visitaron La Habana varios clubes internacionales. El mismísimo Real Madrid celebró un amistoso frente al Juventud Asturiana, el 28 de agosto de 1927 en el Almendares Park. E incluso en el Mundial de Francia 1938 una selección nacional llegó a octavos de final… Sin embargo, tan loables empeños no mitigaron el rechazo desde lo interno cuando, en abierto ataque de xenofobia antiespañola, se plantó bandera: “el béisbol era cubano porque lo compartían con los norteamericanos, no con los toscos peninsulares”, cuenta Roberto González Echevarría en la Santa Biblia del pasatiempo criollo, su libro La gloria de Cuba. Historia del béisbol en la Isla.

Selló nuestra música, cotidianidad, imaginario cultural… Marcó el habla del cubano a quien, de una forma u otra, siempre han puesto “en tres y dos”, o cogido “fuera de base”, “movido” o “ponchado” en algún momento de su vida. Mas hoy luce en extremo invertido el panorama y es el fútbol —el internacional, válido reiterarlo— el más visiblemente favorecido por la afición.

Dicha tendencia genera un preocupante convencimiento: la competencia con el fútbol resulta en extremo desleal pues, entre todos los deportes, es el béisbol el más resistente a la globalización del espectáculo. Uno de sus principales problemas radica en su ritmo discontinuo y complejidad, cualidades asumidas como su mayor riqueza a criterio de sus seguidores.

Y es que el béisbol tiene más reglas que un código civil de cualquier nación. Esto complica el acercamiento de cualquier desconocedor quien, con un mínimo de información disponible, sí será capaz de entender —al menos a primera vista— la dinámica de un balón de fútbol. Por otro lado, el tiempo: 90 minutos alcanzan para crispar las emociones de un planeta, un lapso aceptable en medio de la vorágine de la modernidad; pero un juego de pelota puede tardar horas, insufriblemente largas en ocasiones. En pocas palabras: sobrados motivos para su exclusión del programa olímpico.

Japón creó su estrategia al respecto: si al término de doce capítulos no hay definiciones, terminan el choque y anotan empate. Tan organizados como solo ellos, la medida responde a los horarios picos de su transporte público, por el cual se mueven entre el 90 y el 95% de los asistentes a sus estadios. Sobran comentarios en torno a la mutilación que esto supone para la práctica y, aun así, ¿cómo garantizar una corta duración para esas doce entradas?

Otra de los responsables de la pérdida de seguimiento del béisbol a nivel internacional fue, paradójicamente, la organización de las Grandes Ligas y su sistema comercial. Mientras la FIFA involucra a sus principales figuras y mueve millones de dólares no solo en las ligas profesionales, sino también en las Copas del mundo, eurocopas o amistosos, antes de los Clásicos de béisbol solo Cuba llevaba a sus mejores jugadores a los torneos internacionales. Las relaciones contractuales con Las Mayores siempre entorpecieron la presencia de los ídolos del diamante, incluso en representación de sus propios países.

Hoy la geografía del béisbol se reduce a poco menos de la mitad de América y una sección reducida de Asia. Ni siquiera su expansión a Europa (Holanda ganó un Campeonato mundial) alivia la crisis, ni su condición de deporte nacional en el país más poderoso, los Estados Unidos, ofrece gran resistencia. De alguna manera, el predominio de los países-isla (Japón, Taipei de China, República Dominicana, Puerto Rico, Cuba…) donde aún es reverenciado, funciona como una especie de metáfora de su situación en el mundo.

A esta presión internacional suma Cuba sus propias complejidades desde lo deportivo, político, económico y cultural. Por un lado, persisten los problemas de organización, estructura, calidad y promoción en la pirámide de ascenso de la disciplina en la Isla. Por otro, el encarecimiento e inaccesibilidad de los implementos para la práctica masiva, lo cual motivó la pérdida de espacios y niveles competitivos populares, laborales y estudiantiles de épocas anteriores. Sumémosle a ello el descenso cualitativo de los torneos domésticos y el éxodo de jugadores hacia los circuitos profesionales, cada día más lastrante.

Por si no bastara, hasta hace muy poco la programación deportiva de la televisión cubana —en típica reacción del avestruz, como lo definiera Leonardo Padura— enfrentó al mejor fútbol del mundo contra la Serie Nacional. Recién se pretendió nivelar la balanza con las transmisiones del béisbol internacional; pero tampoco el resultado complace: encuentros grabados, editados, salteados, inconexos, ajenos a la dinámica y la pasión propias de una temporada en Las Mayores o en cualquier otra de las ligas escogidas.

Y a todas estas, salvo por la excepcional actuación en los Centroamericanos de Veracruz 2014, el fútbol nacional mantiene una muy discreta imagen en el plano internacional. De materializarse su despunte, sería perfectamente válida la convivencia entre ambos deportes, como sucede en México, Holanda, Japón… Aquí la cuestión no es negar al fútbol, sino rescatar al béisbol.

Lo cierto es que la pérdida de arraigo de la pelota en Cuba ya sufre expresiones concretas, palpables en su exigua resistencia ante los códigos foráneos. Hoy la juventud –en un sentido amplio, no necesariamente absoluto— sigue al Real Madrid o al Barcelona en lugar de a los Chicago White Sox, los Dodgers de los Ángeles o los Medias Rojas de Boston —donde alinean cubanos— para hablar en paridad de términos. En lo interno, la Serie Nacional sufre un coma más crítico.

Hasta hace unos años, la historia de Cuba se escribía muy cerca de un terreno de pelota… ¿cómo se escribirá en las próximas décadas?

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