Quien los ve sobre el terreno no sospecha cuánto corazón llevan dentro del pecho. Parece que se divierten, que juegan como cualquier niño de 12 años, pero cuando se les mira sufrir, reír y emocionarse uno comprende de verdad toda la pasión reunida en el equipo de beisbol que este sábado se echó a llorar cuando Curazao les quitó el sueño mundialista.
Llegaron invictos a la final del torneo caribeño de las Pequeñas Ligas del Béisbol, tras dominar cinco veces sobre los terrenos del RD Complex de Punta Cana y enamorar con su juego.
Sin embargo, en un deporte como el béisbol hay una de tantas reglas no escritas que pocas veces falla: detrás de un error, casi siempre vienen las carreras.
Así ocurrió este sábado, en un cuarto inning fatídico en que Curazao rompió el abrazo a una carrera y selló su pase al título.
Desde ahí poco más pasó, tan poco que los ganadores terminaron el juego con tres incogibles, dos menos que los cubanos, quienes además gozaron del jonrón de Elvis Herrera.
Esta vez no se pudo, pero hay poco que reclamarle a este equipo. Las competencias, los entrenamientos, la presión, les han hecho dejar atrás demasiado rápido la niñez. Apenas comienzan a vivir la adolescencia.
Salvo dos o tres, el resto son delgados, desmarañados, intranquilos. En el ómnibus, en las habitaciones, en los pasillos, bromean y se molestan con chistes propios de la edad; juegan y compiten entre ellos, pero en el fondo, en esas esencias definitorias de lo que cada cual es, parecen un gran grupo de hermanos capaces de darse siempre una palmada en la espalda.
Llegaron a Punta Cana como campeones de Cuba y salen dueños de casi todos los aplausos. Pero mucho antes, incluso primero que aquella tarde en la que alzaron la corona nacional, ya tenían los signos de exclamación sobre ellos.
Los tenían por la alegría de cada partido, por la entrega, por vencer miles de obstáculos y convertirse en representantes de un país. Hay que verlos llorar después de cada ponche, ante cada error. Hay que verlos soñar con una victoria que implicó compartir estudio y entrenamientos, horas al sol, exámenes docentes anticipados, sacrificio familiar.
Por eso hoy el banco se llenó de lágrimas cuando cayó el último out, pero a estos niños no hay nada que reprocharles. Ayudaron a rescatar la pasión de un deporte, a encender la llama e hicieron que medio país, aun en la distancia, viviera junto a ellos cada alegría y cada sueño.
Llegaron invictos a la final del torneo caribeño de las Pequeñas Ligas del Béisbol, tras dominar cinco veces sobre los terrenos del RD Complex de Punta Cana y enamorar con su juego.
Sin embargo, en un deporte como el béisbol hay una de tantas reglas no escritas que pocas veces falla: detrás de un error, casi siempre vienen las carreras.
Así ocurrió este sábado, en un cuarto inning fatídico en que Curazao rompió el abrazo a una carrera y selló su pase al título.
Desde ahí poco más pasó, tan poco que los ganadores terminaron el juego con tres incogibles, dos menos que los cubanos, quienes además gozaron del jonrón de Elvis Herrera.
Esta vez no se pudo, pero hay poco que reclamarle a este equipo. Las competencias, los entrenamientos, la presión, les han hecho dejar atrás demasiado rápido la niñez. Apenas comienzan a vivir la adolescencia.
Salvo dos o tres, el resto son delgados, desmarañados, intranquilos. En el ómnibus, en las habitaciones, en los pasillos, bromean y se molestan con chistes propios de la edad; juegan y compiten entre ellos, pero en el fondo, en esas esencias definitorias de lo que cada cual es, parecen un gran grupo de hermanos capaces de darse siempre una palmada en la espalda.
Llegaron a Punta Cana como campeones de Cuba y salen dueños de casi todos los aplausos. Pero mucho antes, incluso primero que aquella tarde en la que alzaron la corona nacional, ya tenían los signos de exclamación sobre ellos.
Los tenían por la alegría de cada partido, por la entrega, por vencer miles de obstáculos y convertirse en representantes de un país. Hay que verlos llorar después de cada ponche, ante cada error. Hay que verlos soñar con una victoria que implicó compartir estudio y entrenamientos, horas al sol, exámenes docentes anticipados, sacrificio familiar.
Por eso hoy el banco se llenó de lágrimas cuando cayó el último out, pero a estos niños no hay nada que reprocharles. Ayudaron a rescatar la pasión de un deporte, a encender la llama e hicieron que medio país, aun en la distancia, viviera junto a ellos cada alegría y cada sueño.
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