Hace unos días pasaba por la ardiente peña deportiva del Parque Central. Como de costumbre, sobre el tapete se hablaba de los cubanos en las Grandes Ligas, del maltrecho paso del equipo nuestro en la Liga Canadiense, de una Serie Nacional Sub 23 que a casi nadie le interesa. Sin saber cómo desembocaron en este punto –aunque sí, creo que la reciente noticia de la agencia libre del espirituano Yuliesky Gourriel fue la causante de la polémica-, de pronto se destapó la caja de Pandora de las comparaciones y el epicentro giró alrededor de los mejores antesalistas de la pelota cubana.

Entre tantos nombres que iban, venían y desaparecían en el ambiente, me dolió que omitieran a alguien que para mí fue un coloso defensor de la tercera base. Aguanté tanto, hasta que vomité el nombre del camagüeyano Miguel Caldés, y al momento, casi todos se lamentaron de cómo se les esfumó de sus mentes tan grande pelotero, y al momento, todos se debatieron en halagos hacia el virtuosismo del agramontino, desgraciadamente fallecido el 4 de diciembre de 2000, en un accidente automovilístico.

Antes de hablar un poco sobre el incidente que dejó pasmado a toda una provincia, a todo un país, creo meritorio sacar del gavetero los más significativos logros que alcanzó este austero jugador con las camisetas de la selección nacional, y recordar de golpe porque tiene que estar forzadamente entre lo más lustroso del béisbol cubano en esa compleja posición.

Para no pecar de absoluto, pues no preciso del detalle exacto, les digo que entre las primeras ocasiones en que Caldés integró un team Cuba figura aquel plantel que asistió al Campeonato Mundial juvenil celebrado en Australia 1988, donde su rendimiento fue notorio en las aspiraciones de su novena. Antes de analizar dos de sus momentos más inolvidables en los diamantes beisboleros, es necesario decir que participó en las versiones consecutivas de las Copas Intercontinentales de Cuba 1995 y España 1997.

Con 25 años se apresta a debutar en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, evento marcado en la historia por la terna de cuadrangulares conectados en un mismo choque por el quizás más grande pelotero antillano después de 1959 –según muchos entendidos-, el pinareño Omar Linares, antesalista además. Curiosamente, los batazos de Linares ocurrieron en el encuentro por el título ante Japón, que Caldés –jugó en ese torneo en la pradera izquierda- desempató en el sexto innings con jonrón y Cuba ganaría por 13-9.

Pasarían cuatro años en el calendario y le tocaría a Sidney ser anfitriona de la fiesta deportiva bajo los cinco aros. El camagüeyano nuevamente se ganaba el derecho de defender la causa de su equipo nacional, el cual no pudo doblegar en la final a Estados Unidos y cayó por 0-4. En esa justa le tocó la custodia del jardín derecho y promedió para 321, gracias a nueve indiscutibles en 28 veces al bate.

El carismático y sencillo atleta, como lo recuerdan mucho, ostentaba una envidiable estela de 14 temporadas en la pelota cubana, con 176 vuelacercas, semejante cifra de tubeyes, 1220 inatrapables, para acumular un promedio ofensivo de 289 y presumir como mejor contienda en cuanto a jonrones la XXXIV, cuando disparó 20. Disfrutaba de un merecido asueto tras su regreso de los Juegos Olímpicos, cuando de golpe y porrazo Cuba entera se vestía de negro ante el siniestro del pelotero de 30 años.

En la madrugada del 4 de diciembre el auto que manejaba Miguel se impactó con una locomotora en movimiento en las inmediaciones del reparto Saratoga en Camagüey. Asombrosamente el jardinero santiaguero Rey Isaac, quien iba con él, se libró de la muerte y de una manera casi de película, según me comentó un amigo, ante el susto de ver la prontitud de esa masa de hierro. Pero Caldés no rebasó la colisión y desde ese momento la afición beisbolera perdía a uno de sus hijos más talentosos, dispuestos y consagrados. Su hermano pelotero Joel Caldés era puro llanto cuando se enteró de la lamentable noticia, al decir de un camagüeyano conocedor de la familia.

Esa propia temporada, los miembros del seleccionado agramontino lucían en una de las mangas de sus camisas el siempre presente número 18 de Caldés, en franca muestra de la huella que dejó en la pelota de la Isla, y en franca muestra del cariño y el respeto que se ganó de sus compañeros. Tuvieron un desempeño histórico: un tercer puesto, que tendría como principal referencia la figura del difunto, todos los atletas se lanzaron a la grama del estadio, miraron al cielo y dijeron: “Miguel, este resultado es tuyo”. El respetable público, más respetable que nunca, se hacía eco del homenaje. Muchos aplausos, interminables, le llegaban a Caldés donde quiera que se encontrara. Su gloria celestial siempre ha estado con nosotros. (David Díaz)