Para escribir La rebambaramba o Bembé, hay que llamarse Amadeo Roldán o Alejandro García Caturla, para componer la letra y la música de Chivo que rompe tambó o el Palo ñáñigo hay que ser Moisés Simons, para completar esa maravilla de libro que se titula Sóngoro cosongo, donde se encuentran los poemas más logrados que se hayan escrito en Cuba, hay que llamarse Nicolás Guillén”.
Bienvenido nuestro Alejo Carpentier a este espacio beisbolero para con esa presencia permitirnos parafrasearlo. Si queremos jugar una buena pelota, nuestros peloteros han de invocar el espíritu que cada uno lleva dentro desde que nació o pisó un terreno: ser como Linares, Muñoz, Anglada, Casanova, Vinent… o Víctor Mesa, Vargas, Urquiola y Machado, quienes todavía hoy están en la grama dirigiéndolos, para alcanzar el pináculo cultural de este juego, que como los seres de la cita carpenteriana, han vestido de identidad y patrimonio a esta Isla caribeña.
El béisbol es eso, cubanía, fiesta nacional, sentimiento tan profundo que nos hace vibrar con una buena jugada, un jonrón, o una joya de pitcheo, que no nos cansamos de calificar como obras maestras, las mismas con las que ellos han conquistado el universo como lo hicieron en la pasada Serie del Caribe, aún fresca en la memoria.
Por eso duele que varios equipos hayan visto desangradas sus plantillas por quienes abandonaron a sus compañeros y a esa expresión de júbilo nacional que son nuestras series. Pero duele tanto o más, que vayamos a vivir el éxtasis de una recta por encima de 90 millas, de la bola surcando la noche en viaje hacia las enardecidas tribunas, de un felino salto que enmudece o escandaliza a las graderías cuando la esférica cae en el guante sentenciando el out, y en lugar de aquellos pasajes presenciemos que los héroes se agredan entre sí o carguen cual lacra social contra un árbitro. Cuando eso pasa se acaba la mística, se cercena la emoción, se nos frustra la noche que más aguardamos.
Sin embargo, eso no quiere decir que dejemos de desafiar al adversario, que lo retemos con la mirada con una de esas jugadas en el momento en que no se puede fallar, porque en ella va la vida. Mas hay que hacerlo sin faltar al respeto que merece el semejante, que busca también con hidalguía el triunfo. El béisbol es un juego enérgico, de astucia, de estrategia, por eso se nos da tanto, pero no puede ser un pleito de guapos de pacotilla, porque la guapería, y está probado, no nos conduce a nada, ni en la pelota ni en la vida.
Lo que sí lleva a puerto seguro es ver a Yulieski Gurriel el pasado martes salir de emergente y, con toda su grandeza, correr de home a primera, buscando llegar con sus dolidas piernas porque él, que es un gigante, no pudo coronar con el bate la aspiración de quienes le pedían un batazo. Y le siguieron aplaudiendo por el esfuerzo. Se hincha el orgullo ante Alfredo Despaigne y Urmari Guerra, el joven Héctor Mendoza y Michel Enriquez, Malleta y Tabares, Adolis y Fiss, Donald Duarte y Saavedra, Yadiel y Santoya, y también frente a sus compañeros y sus rivales, quienes nos han regalado una 54 Serie cargada de pasiones, aunque también urgida de mayor nivel técnico, táctico y organizativo.
Tampoco me ruborizo para nada por la admiración que siento por los directores de equipos. Hay que tener mucho coraje, humildad y entereza para dirigir un béisbol como el nuestro; hay que poseer esos atributos para enfrentarse al juicio diario y público de sus decisiones ante una afición que es bien conocedora del béisbol y en consecuencia una de las más exigentes del planeta pelota. Ellos no batean ni pitchean, tampoco atrapan líneas, sin embargo, en sus espaldas va el pesado fardo de los resultados, los adversos.
El otro protagonista de la escena es el árbitro, de cuya preparación y desempeño depende el espectáculo, aunque el mayor de sus premios sea la ausencia de aplausos. Tal vez sea el único de los actores que vea revocar sus decisiones, merced a la incursión de un juez paralelo, el tecnológico, válido para auxiliarlo, pero también devenido verdugo, igualmente público de sus pecados.
Si uno de los roles no se muestra en toda su dimensión, el béisbol padecería. Hemos vivido jornadas tensas e intensas hasta el epílogo de la fase regular, en las cuales lamentamos el desequilibrio de las pasiones, pero cada vez que eso ha ocurrido alguno de ellos, peloteros, directores o jueces, fallaron. A nuestra pelota le es imprescindible, y le urgen orden y rigor, sin ellos no hay disciplina.
Si los mentores no son ejemplos de esas cualidades a lo interno de su colectivo, no podemos aspirar a que sus jugadores lo sean ante el árbitro o la afición; si los peloteros no sienten cada inning como un partido, en algún momento podrían relajarse y cometerían un error costoso o una salida a la impotencia que estalla en indisciplina. Pero si el árbitro no está atento, llega tarde a la previsión necesaria y su veredicto carece de credibilidad, crearía la misma explosión.
Estamos ya, por fortuna, en las series playoff, en el éxtasis de la temporada. No pretendo dar un favorito, pero sí puedo asegurar que los equipos que más privilegien el orden serán más fuertes, estarán más cerca del buen espectáculo y más lejos de la anarquía que solo vive en un ambiente de indisciplina y, por supuesto, tendrían las mejores posibilidades de cara al triunfo, en este desafío final que desde el próximo martes nos enloquecerá con lo que más nos gusta. Matanzas, el más ganador de la justa, frente a la heroica Isla de la Juventud y la poderosa Granma ante el efectivo Ciego de Ávila deberán realzar la frase del filósofo Hipólito Taine, la fuerza proviene del orden.
Bienvenido nuestro Alejo Carpentier a este espacio beisbolero para con esa presencia permitirnos parafrasearlo. Si queremos jugar una buena pelota, nuestros peloteros han de invocar el espíritu que cada uno lleva dentro desde que nació o pisó un terreno: ser como Linares, Muñoz, Anglada, Casanova, Vinent… o Víctor Mesa, Vargas, Urquiola y Machado, quienes todavía hoy están en la grama dirigiéndolos, para alcanzar el pináculo cultural de este juego, que como los seres de la cita carpenteriana, han vestido de identidad y patrimonio a esta Isla caribeña.
El béisbol es eso, cubanía, fiesta nacional, sentimiento tan profundo que nos hace vibrar con una buena jugada, un jonrón, o una joya de pitcheo, que no nos cansamos de calificar como obras maestras, las mismas con las que ellos han conquistado el universo como lo hicieron en la pasada Serie del Caribe, aún fresca en la memoria.
Por eso duele que varios equipos hayan visto desangradas sus plantillas por quienes abandonaron a sus compañeros y a esa expresión de júbilo nacional que son nuestras series. Pero duele tanto o más, que vayamos a vivir el éxtasis de una recta por encima de 90 millas, de la bola surcando la noche en viaje hacia las enardecidas tribunas, de un felino salto que enmudece o escandaliza a las graderías cuando la esférica cae en el guante sentenciando el out, y en lugar de aquellos pasajes presenciemos que los héroes se agredan entre sí o carguen cual lacra social contra un árbitro. Cuando eso pasa se acaba la mística, se cercena la emoción, se nos frustra la noche que más aguardamos.
Sin embargo, eso no quiere decir que dejemos de desafiar al adversario, que lo retemos con la mirada con una de esas jugadas en el momento en que no se puede fallar, porque en ella va la vida. Mas hay que hacerlo sin faltar al respeto que merece el semejante, que busca también con hidalguía el triunfo. El béisbol es un juego enérgico, de astucia, de estrategia, por eso se nos da tanto, pero no puede ser un pleito de guapos de pacotilla, porque la guapería, y está probado, no nos conduce a nada, ni en la pelota ni en la vida.
Lo que sí lleva a puerto seguro es ver a Yulieski Gurriel el pasado martes salir de emergente y, con toda su grandeza, correr de home a primera, buscando llegar con sus dolidas piernas porque él, que es un gigante, no pudo coronar con el bate la aspiración de quienes le pedían un batazo. Y le siguieron aplaudiendo por el esfuerzo. Se hincha el orgullo ante Alfredo Despaigne y Urmari Guerra, el joven Héctor Mendoza y Michel Enriquez, Malleta y Tabares, Adolis y Fiss, Donald Duarte y Saavedra, Yadiel y Santoya, y también frente a sus compañeros y sus rivales, quienes nos han regalado una 54 Serie cargada de pasiones, aunque también urgida de mayor nivel técnico, táctico y organizativo.
Tampoco me ruborizo para nada por la admiración que siento por los directores de equipos. Hay que tener mucho coraje, humildad y entereza para dirigir un béisbol como el nuestro; hay que poseer esos atributos para enfrentarse al juicio diario y público de sus decisiones ante una afición que es bien conocedora del béisbol y en consecuencia una de las más exigentes del planeta pelota. Ellos no batean ni pitchean, tampoco atrapan líneas, sin embargo, en sus espaldas va el pesado fardo de los resultados, los adversos.
El otro protagonista de la escena es el árbitro, de cuya preparación y desempeño depende el espectáculo, aunque el mayor de sus premios sea la ausencia de aplausos. Tal vez sea el único de los actores que vea revocar sus decisiones, merced a la incursión de un juez paralelo, el tecnológico, válido para auxiliarlo, pero también devenido verdugo, igualmente público de sus pecados.
Si uno de los roles no se muestra en toda su dimensión, el béisbol padecería. Hemos vivido jornadas tensas e intensas hasta el epílogo de la fase regular, en las cuales lamentamos el desequilibrio de las pasiones, pero cada vez que eso ha ocurrido alguno de ellos, peloteros, directores o jueces, fallaron. A nuestra pelota le es imprescindible, y le urgen orden y rigor, sin ellos no hay disciplina.
Si los mentores no son ejemplos de esas cualidades a lo interno de su colectivo, no podemos aspirar a que sus jugadores lo sean ante el árbitro o la afición; si los peloteros no sienten cada inning como un partido, en algún momento podrían relajarse y cometerían un error costoso o una salida a la impotencia que estalla en indisciplina. Pero si el árbitro no está atento, llega tarde a la previsión necesaria y su veredicto carece de credibilidad, crearía la misma explosión.
Estamos ya, por fortuna, en las series playoff, en el éxtasis de la temporada. No pretendo dar un favorito, pero sí puedo asegurar que los equipos que más privilegien el orden serán más fuertes, estarán más cerca del buen espectáculo y más lejos de la anarquía que solo vive en un ambiente de indisciplina y, por supuesto, tendrían las mejores posibilidades de cara al triunfo, en este desafío final que desde el próximo martes nos enloquecerá con lo que más nos gusta. Matanzas, el más ganador de la justa, frente a la heroica Isla de la Juventud y la poderosa Granma ante el efectivo Ciego de Ávila deberán realzar la frase del filósofo Hipólito Taine, la fuerza proviene del orden.