Un estadio de beisbol es un templo para los aficionados, escenario de enconadas batallas, de historias inauditas, de grandes frustraciones, de alborozos y euforias desmedidas. Un estadio de beisbol puede convertirse en un coliseo romano, en un ruedo de toros, en una valla de gallos y hasta en ring de boxeo. Es la morada de tu equipo favorito, la trinchera donde ondea la bandera de la franquicia, es el museo vivo donde se guarda con celo colosal la historia y el orgullo de varias generaciones.
Cuando entras a un estadio de beisbol, el aire frio y el espíritu de las glorias de antaño te penetra el cuerpo, el típico bullicio de las multitudes te cala en los huesos y en la sangre, la tierra tiembla y el tiempo se detiene, entrar a un estadio de beisbol es como perderse en un agujero negro, es meterse en una rendija del espacio, es una metamorfosis del alma y del pensamiento.
Un estadio de beisbol es sagrado, y como altar imperecedero, debe mostrar su nombre con orgullo, debe nombrarse con los héroes que lo forjaron, que lo hicieron vibrar, que le dieron reputación, honor y beatitud a este deporte.
El nombre de un estadio de beisbol, se debe buscar en las raíces, dentro de amarillas hojas de anotaciones, en las placas de los inmortales, en el corazón de los aficionados, en la fama, dentro del prestigio y la reputación del deporte.
Los nombres de Augusto Cesar Sandino, Capitán San Luís, Guillermón Moncada, José Ramón Cepero, Cristóbal Labra, Cándido Gonzáles, Nguyen Van Troi, etc, etc, nada tienen que ver con el béisbol, aunque respetamos y valoramos las grandezas de cada hombre mencionado en sus diferentes luchas y en el momento histórico cuando esos estadios se fundaron.
Pero en esta cruzada por rescatar nuestro pasatiempo nacional del polvo y del extravío, cada detalle es de suma importancia. Debemos pasar la escoba sobre la arcilla de los terrenos, lavar los muros que lo rodean, pintar las gradas y los cerebros que se levantan a su alrededor, hurgar en las raíces y levantar con grúas gigantes los nombres de los fundadores, de los padres de este deporte en Cuba.
La revolución empieza por el estadio, no hay detalle pequeño, por algo se empieza.
Cuando entras a un estadio de beisbol, el aire frio y el espíritu de las glorias de antaño te penetra el cuerpo, el típico bullicio de las multitudes te cala en los huesos y en la sangre, la tierra tiembla y el tiempo se detiene, entrar a un estadio de beisbol es como perderse en un agujero negro, es meterse en una rendija del espacio, es una metamorfosis del alma y del pensamiento.
Un estadio de beisbol es sagrado, y como altar imperecedero, debe mostrar su nombre con orgullo, debe nombrarse con los héroes que lo forjaron, que lo hicieron vibrar, que le dieron reputación, honor y beatitud a este deporte.
El nombre de un estadio de beisbol, se debe buscar en las raíces, dentro de amarillas hojas de anotaciones, en las placas de los inmortales, en el corazón de los aficionados, en la fama, dentro del prestigio y la reputación del deporte.
Los nombres de Augusto Cesar Sandino, Capitán San Luís, Guillermón Moncada, José Ramón Cepero, Cristóbal Labra, Cándido Gonzáles, Nguyen Van Troi, etc, etc, nada tienen que ver con el béisbol, aunque respetamos y valoramos las grandezas de cada hombre mencionado en sus diferentes luchas y en el momento histórico cuando esos estadios se fundaron.
Pero en esta cruzada por rescatar nuestro pasatiempo nacional del polvo y del extravío, cada detalle es de suma importancia. Debemos pasar la escoba sobre la arcilla de los terrenos, lavar los muros que lo rodean, pintar las gradas y los cerebros que se levantan a su alrededor, hurgar en las raíces y levantar con grúas gigantes los nombres de los fundadores, de los padres de este deporte en Cuba.
La revolución empieza por el estadio, no hay detalle pequeño, por algo se empieza.